Obres de llarga durada

Lo verdadera Doña Inés Castellano

La verdadera Doña Inés

Daniel Gil

incluye fragmentos de los siguientes autores y textos:

José Zorrilla : D. Juan Tenorio

Lord Byron : D.Juan

José de Espronceda: El estudiante de Salamanca

Sor Juana Inés de la Cruz: Redondillas

Daniel Gil

Personajes:

Doña Inés

Don Juan

Brígida

Don Alfonso

Don Gonzalo

Capellán

ESCENA 1

Brígida – Inés

D.Juan – D. Gonzalo

Telón

Inés se despierta sobre un sofá o cama.

INÉS:

Dios mío, ¡cuánto he soñado!

Loca estoy: ¿qué hora será?

¿Pero qué es esto, ay de mí?

No recuerdo que jamás

haya visto este aposento.

¿Quién me trajo aquí?

BRÍGIDA:

Don Juan.

INÉS:

Siempre don Juan…, ¿mas conmigo

aquí tú también estás,

Brígida?

BRÍGIDA:

Sí, aunque soy inofensiva.

INÉS:

Pero dime, en caridad,

¿dónde estamos? ¿Este cuarto

es del convento?

BRÍGIDA:

No tal:

aquello era un cuchitril

en donde no había más

que miseria.

INÉS:

He debido desmayarme.

BRíGIDA:

Oportunamente

INÉS

¿En dónde estamos?

BRÍGIDA:

Mira,

mira por este balcón,

y verás la diferencia

entre un convento de monjas

y una quinta de don Juan.

INÉS:

¿Es de don Juan esta quinta?

​_BRÍGIDA:

Sí.

INÉS:

Pero no comprendo, Brígida,

lo que hablas.

BRÍGIDA:

Debe de ser por el desmayo.

Te lo volveré a explicar.

Estábamos en el convento

leyendo con mucho afán

una carta de don Juan,

cuando estalló en un momento

un incendio formidable.

INÉS:

¡Jesús!

BRÍGIDA:

¡Espantoso! ¡Inmenso!

El humo era ya tan denso,

que el aire se hizo palpable.

INÉS:

Pues no recuerdo…

BRÍGIDA:

Me extraña pues tú eras

la que más se quemaba.

Será entonces que

las dos

con la carta entretenidas,

olvidamos nuestras vidas,

leyendo tú y oyendo yo.

Y es que era, en verdad, tan tierna,

que entrambas a su lectura

achacamos la tortura

que sentíamos interna.

Apenas ya respirar

podíamos, y las llamas

prendían ya en nuestras camas;

nos íbamos a asfixiar,

cuando don Juan, que te adora,

y que rondaba el convento,

al ver crecer con el viento

la llama devastadora,

con inaudito valor,

viendo que íbamos a abrasarnos,

se metió para salvarnos,

por donde pudo mejor.

Y tú, al verle así asaltar

la celda tan de improviso,

te desmayaste…, preciso;​_

la cosa era de esperar.

Y él, cuando te vio caer así,

en sus brazos te tomó

y echó a huir; yo le seguí,

y del fuego nos sacó.

¿Dónde íbamos a esta hora?

tú seguíais desmayada,

yo estaba ya casi ahogada.

Dijo, pues: «Hasta la aurora

en mi casa las tendré.»

Y henos, doña Inés, aquí.

INÉS:

¿Conque ésta es su casa?

Pues no me siento ahumada

ni un poco chamuscada

para ser tan grande incendio

ese del que nos salvara.

BRÍGIDA:

Es de todos bien sabido

que las damas desmayadas

todos los días se salvan

por gracia de sus amigos

o enamorados atentos,

a sus cambiantes caprichos.

INÉS:

Nada recuerdo, a fe.

Pero…, ¡en su casa…! ¡Oh! Al punto

salgamos de ella…. yo tengo

la de mi padre.

¡Oh! ¡Estamos

perdidas!

BRÍGIDA:

No sé, en verdad,

por qué!

INÉS:

Me estás confundiendo,

Brígida…, y no sé qué redes

son las que entre estas paredes

temo que me estás tendiendo.

Nunca el claustro abandoné,

ni sé del mundo exterior

los usos: mas tengo honor.

Noble soy, Brígida, y sé

que la casa de don Juan

no es buen sitio para mí:

me lo está diciendo aquí

no sé qué escondido afán.

Ven, huyamos.

BRÍGIDA:

Doña Inés,

la existencia os ha salvado.

INÉS:

Sí, pero me ha envenenado

el corazón.

BRÍGIDA:

¿Le amáis, pues?

INÉS:

No sé …, mas, por compasión,

huyamos pronto de ese hombre,

tras de cuyo solo nombre

se me escapa el corazón.

¡Ah! Tú me diste un papel

de mano de ese hombre escrito,

y algún encanto maldito

me diste encerrado en él.

Una sola vez le vi

por entre unas celosías,

y que estaba, me decías,

en aquel sitio por mí.

Tú, Brígida, a todas horas

me venías de él a hablar,

haciéndome recordar

sus gracias fascinadoras.

Tú me dijiste que estaba

para mío destinado

por mi padre…, y me has jurado

en su nombre que me amaba.

¿Que le amo, dices?… Pues bien,

si esto es amar, sí, le amo;

pero yo sé que me infamo

con esa pasión también.

Y si el débil corazón

se me va tras de don Juan,

tirándome de él están

mi honor y mi obligación.

Vamos, pues; vamos de aquí

primero que ese hombre venga;

pues fuerza acaso no tenga

si le veo junto a mí.

¡Vamos, Brígida!

BRÍGIDA:

Espera

¿No oyes?

INÉS:

¿Qué?

BRÍGIDA:

Ruido de pasos

Mira, mira, ¡es él!

Ya imposible que salgamos.

Sus gentes nos volverán

a casa: mas antes de irnos,

es preciso despedirnos

a lo menos de don Juan.

INÉS:

Sea, y vamos al instante.

No quiero volverle a ver.

D. JUAN:

¿A dónde vais, doña Inés?

INÉS:

Déjadme salir, don Juan.

D. JUAN:

¿Que te deje salir?

BRÍGIDA:

Señor,

sabiendo ya el accidente

del fuego, estará impaciente

por su hija el comendador.

D. JUAN:

¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado

por don Gonzalo, que ya

dormir tranquilo le hará

el mensaje que le he enviado.

INÉS:

¿Le habéis dicho…?

D. JUAN:

Que te hallabas

bajo mi amparo segura,

y el aura del campo pura,

libre, por fin, respirabas.

¡Cálmate, pues, vida mía!

Reposa aquí; y un momento

olvida de tu convento

la triste cárcel sombría.

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

Si quieres el texto completo pídelo en el mail de contacto

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